Una fábrica que sana heridas
Un grupo de mujeres, excombatientes de Farc y de la comunidad vecina de un ETCR, en La Guajira, trabajan juntas en la construcción de una sastrería que, sin saberlo, facilita la reconciliación.
Quince mujeres sonríen, juegan, trabajan, cortan, cosen, filetean, posan para la foto. Mientras cosen se hacen amigas, sanan heridas, soportan juntas la incertidumbre del futuro y construyen, con sus propias manos, una nueva vida. El taca-taca de las máquinas de coser, la suavidad de las telas, los maniquíes, los hilos, los moldes, las faldas, los vestidos, y hasta la temperatura, tienen poco que ver con lo que ocurre afuera.
Basta mirar por la ventana. La tierra se ve seca, las hojas de los árboles no se mueven. Es mediodía y un excombatiente de Farc camina con dirección a las casas prefabricadas de color blanco que se ven a la derecha. Se cubre con un sombrero, se seca el sudor con la mano, levanta polvo con cada pisada. Así es, a esta hora, el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación, ETCR, de Pondores, en el corregimiento de Conejo, en Fonseca, La Guajira, donde viven unos 200 excombatientes de Farc.
Donde están las mujeres todo es distinto, y no solo por el clima, generado por dos aires acondicionados y por una ceiba gigante que cubre el lugar del sol, sino porque aquí, excombatientes de Farc, familiares de exguerrilleras y de la comunidad, trabajan juntas en una fábrica de textiles que promete convertirse en su nuevo medio de vida.
Janeidis Martínez es una de las ocho excombatientes de Farc que trabajan allí. Es la cuarta de diez hermanos, dos de ellos excombatientes de las Farc-EP. Los dos murieron en la guerra: Marcelo, en 2003, y Eladio, en 2005. Ella nació en La Paz, Cesar, tiene 33 años y duró 19 años en la guerrilla.
Según Janeidis todo comenzó cuando se dieron cuenta de que algunas de las excombatientes ya tenían experiencia en la costura. Habían aprendido a coser en una sastrería clandestina que tenían las Farc-EP para hacer sus uniformes en la selva.
“Era un campamento con 14 unidades (14 personas), había un personal de seguridad, del economato, y ocho que nos dedicábamos a coser”, recuerda.
De esa sastrería quedaron tres máquinas viejas con las que se empezó a soñar, hace un año, con una fábrica para confeccionar ropa civil y venderla. Se llama Fariana confecciones, es de iniciativa de los propios excombatientes, y ya tiene pequeños contratos para la elaboración de uniformes, polos, chalecos y gorras.
La fábrica se montó en lo que era el antiguo economato, que fue adecuado por las excombatientes, con ayuda del SENA. Pintaron la fachada, se consiguieron dos aires acondicionados donados y, después, llegó el apoyo del SENA con 33 máquinas y una instructora para iniciar un curso formal de modistería. Lo siguiente fue la convocatoria. Se invitó a comunidades vecinas y a familiares de excombatientes. Acudieron 35 mujeres, de las cuales se graduarán 15 la próxima semana. Ocho son excombatientes de Farc, cuatro familiares de ellas, y tres mujeres de la comunidad.
Una oportunidad
“Esto es lo que yo anhelé toda la vida”, dice Ruth Lubo emocionada, mientras se acomoda con elegancia una bufanda de seda azul que la distingue de las demás. “Cuando escuché de la convocatoria me emocioné — cuenta Ruth— porque me gusta mucho la costura, y porque quería aprovechar esta oportunidad, pero no le voy a negar que al principio me dio miedo”.
Ruth Lubo, lideresa de la comunidad de Pondores.
Ruth es una mujer de la comunidad que, como muchos vecinos del ETCR, tenía temor de compartir con los excombatientes de Farc. Ella es desplazada, madre de tres hijos, y desde hace un año, desempleada. “Yo no quería venir, porque yo fui desplazada por el conflicto en el 2.000, pero vine, miré, me gustó y me quedé; de aquí no me sacan”, dice con una sonrisa. Todas las mañanas, y por cerca de una hora, ella camina desde el casco urbano del corregimiento de Conejo hasta el ETCR, para llegar puntual a las clases de costura.
Así también lo hace Dalis María Cujia, otra mujer de la comunidad que tenía fuertes razones para estar alejada de este ETCR. “Si yo fuera la que era antes no estaría aquí”, dice en voz baja mientras corta un pedazo de tela y lo pone sobre el mesón, al lado de la maquina de coser. Dalis María es menudita, pecosa, sonríe, y parece divertirse tanto como las demás, pero es un poco más callada. Vive en Conejo. Es cristiana y por eso, asegura, le fue más fácil perdonar a las Farc.
Levantando la mirada, como si se perdiera en sus recuerdos, empieza a contar que en el año 2005 recibió una amenaza que la obligó a dejar su natal San Juan del Cesar, en La Guajira.
"Un exguerrillero de los que están aquí en el ETCR, me dijo que todo el que estuviera en el campo se tenía que ir con la guerrilla”. Esa advertencia y varias escenas de violencia que presenció la convirtieron en desplazada.
“Yo tenía el deseo de aprender a coser, pero me daba temor encontrarme con él”, dice. Días después de haber iniciado el curso de costura, y a más de una década de su desplazamiento, Dalis María se lo encontró en Conejo. “Él estaba hablando con una vecina en un andén, y cuando me vio, me reconoció. Yo lo saludé normal, pero no fui capaz de decirle nada”.
Hace dos meses hubo un segundo encuentro: “Oye, por culpa tuya fue que yo me fui de mi pueblo, yo tenía temor por mis hijos”, le dijo ella. “Tú estás loca por pararme bolas”, respondió él. “Cómo se te ocurre, además, te voy a decir una cosa, esta guerra ya acabó, tú sabes que ya estamos en otra vida”.
Desde entonces, Dalis María ya no tiene miedo. “Yo respiré tranquila, porque me di cuenta de que él se está convirtiendo en otra persona, y porque entendí que esté conflicto está quedando atrás, por eso me quedé en la sastrería. Ellos cometieron errores, ahora quieren cambiar y hay que darles una oportunidad”.
El proyecto productivo
Cuando el economato se convirtió en taller de sastrería, y antes de que el SENA trajera sus máquinas y una instructora, las clases de costura eran dictadas por Diosenel Criado, un experimentado sastre que cosió camuflados por 16 años en la guerrilla. Según él, al principio fue difícil que las mujeres excombatientes le tomaran el gusto a la costura. “Ellas están acostumbradas a tirar rula (machete) en el monte, a labores militares, muy distintas a las de aquí, por eso les costó mucho aprender, y por eso desertaron unas 20”.
Las que se quedaron se empoderaron y decidieron que más que un curso de costura, querían hacer de este lugar una empresa, un proyecto de vida. “Acordamos dar el paso de crear la fábrica de textiles, y así lo hicimos. Después de que ellas aprendieron a hacer camisetas, faldas, camisas, sudaderas, polos, gorras y sombreros, empezamos a buscar clientes y a promocionar la sastrería en el municipio de Fonseca. Cuando empezaron a llegar los pedidos y estábamos más entusiasmados, nos dijeron que el SENA se iba a llevar las máquinas de coser, porque ya había terminado el curso”, se lamenta Diosenel. Las máquinas de coser hacen parte de un taller itinerante del SENA y son usadas para enseñar en toda La Guajira.
Janeidis Martínez dice que esta noticia las desmotivó mucho a todas, porque, “aquí no solo construimos nuestro proyecto de vida, aquí uno despeja la mente, va sacando las cosas del pasado, se va sanando”. A solas, Janeidis y Diosenel se dan consuelo, se abrazan. Son pareja. Se conocieron en el año 2012, cuando ella llegó a la fábrica clandestina de textiles en la que él era el sastre principal. “Yo lo vi y me gustó y usted sabe que uno de mujer escoge a su pareja. Además, allá no había nada más que hacer, así que nos juntamos”, dice Janeidis, entre risas. Lleva seis años de relación con Diosenel, el único hombre del proyecto.
El apoyo
Hace un par de meses, sin que todos en la sastrería lo supieran, este proyecto fue seleccionado por la Misión de Verificación de las Naciones Unidas como un Proyecto de Impacto Rápido, lo que significa que recibirá aportes de financiadores suecos conseguidos a través del Departamento de Asuntos Políticos de la ONU, para impulsarlo, por considerarlo de enfoque diferencial. Este proyecto es apoyado directamente por la Misión de Verificación de Naciones Unidas.
“Nosotros estamos muy agradecidos con la ONU, no solo porque nos van a dar las máquinas e insumos para la fábrica, sino porque siempre han estado aquí. Si una entidad como esta no estuviera aquí, a la pata, no sé qué hubiera sido de nosotros”, dice Diosenel.
Tras la noticia de la llegada de las máquinas, la algarabía no ha parado. Las mujeres están felices. Siguen trabajando, cortando, cosiendo, fileteando, sonriendo, sanando, reconciliando. Están pensando en hacer una fiesta para la graduación y quizá un evento formal en cuanto lleguen los apoyos de la ONU que les permitirán seguir construyendo su proyecto de vida.
Por: Jorge Quintero, Oficial de Información Pública, Regional Valledupar. Misión de Verificación de la ONU en Colombia.