La búsqueda de la reconciliación de las mujeres de San Rafael, en Sucre
La Misión de Verificación de la ONU en Colombia acompaña a un grupo de 40 mujeres que, en zona rural del municipio de Ovejas, Sucre, da lecciones de reconciliación.
Yiseth y Neirys Narváez tienen varias cosas en común. Comparten el mismo apellido. Estudiaron juntas en el colegio de Flor del Monte, hasta primero de bachillerato. Viven en el mismo corregimiento, San Rafael, en Ovejas, Sucre. Trabajan juntas por la comunidad en la misma causa: la Asociación de mujeres incluyentes de San Rafael. Y, desde orillas distintas, han sufrido las consecuencias de la guerra.
Yiseth tuvo que irse para la guerrilla cuando era solo una niña, tuvo una hija en el monte a la que no pudo criar, y hoy, uno de sus hijos pequeños es estigmatizado por el pasado guerrillero de su mamá. Neirys, por su parte, presenció el asesinato de dos de sus hermanos a manos de las Farc-EP; sufrió la muerte de un sobrino; fue desplazada a causa del conflicto y es una de las víctimas del pueblo que no ha sido reparada. No obstante, trabajan juntas por un bien común.
Las dos están sentadas en unas sillas de plástico debajo de la sombra de un árbol, frente a la casa de Yiseth, como viejas amigas. No están solas, están rodeadas de 25 de las 40 mujeres que hacen parte de la Asociación de Mujeres Incluyentes de San Rafael, AMISA, que crearon en octubre del 2018 para buscar oportunidades y hacerle el quite a la violencia y la estigmatización.
Yiseth
Yiseth Narváez estuvo 27 años en las Farc-EP, siete años en el monte y 20 años más como miliciana en la ciudad. Ni su familia, ni sus hijos, ni vecinos sabían que estaba en la guerrilla, aunque muchos lo sospechaban. Cuando se firmó el Acuerdo de Paz en septiembre de 2016, se supo que ella era una de las 88 personas que empezaban su proceso de reincorporación en Ovejas, Sucre. Muchos en el corregimiento de San Rafael confirmaron sus sospechas y pronto el pueblo empezó a hablar de ella.
Hasta en la institución Educativa San Rafael, donde estudian sus hijos llegó la noticia. “Al niño menor me lo empezaron a molestar, le decían que yo había sido una mala persona, y desde eso el niño sale con cosas raras. Mami, me preguntó una vez, ¿tú eras guerrillera? ¿Tú matabas gente? Yo a él no le he contado todo, porque solo tiene nueve años. Al mayorcito sí le expliqué porque va a cumplir quince, pero fíjese, tiene más preguntas el pequeñito”, explica preocupada.
“Otro día”, cuenta, “cuando el Ejército estaba cerquita de la casa, me dijo: Debiéramos ir a quitarles los fusiles, para que tú me enseñes lo que aprendiste”. Yiseth confiesa que le gustaría obtener ayuda profesional. “Yo quiero que mi comunidad piense otras cosas de mí, quiero que mis hijos piensen distinto, no quiero que me sigan señalando. Yo creo que por eso trabajo tanto con la asociación”.
AMISA
Frente a la casa de Yiseth, debajo de la sombra del árbol, la reunión transcurre con tranquilidad. Las mujeres hablan ante un grupo de verificadores de la oficina de la subregional Sincelejo de la Misión de la ONU, que acompaña a esta organización desde su fundación.
La Misión verifica la reincorporación y las garantías de seguridad de los exguerrilleros y de las comunidades, y sigue de cerca estos procesos de los llamados “dispersos”, es decir, las personas en proceso de reincorporación que están fuera de los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación, ETCR. Este es el caso de Yiseth y de 9.225 exguerrilleros en todo el país, según lo señala el más reciente informe del Secretario General de la ONU.
En la reunión, todas participan y se quitan una a otra la palabra, tratando de contar lo que han hecho y lo que quieren hacer con su asociación. Mayra Olivera, secretaria de la fundación, recuerda que la primera obra que realizaron fue la intervención al cementerio, que estaba descuidado, enmontado y con las tumbas descoloridas. “Rifamos un pollo asado, a 500 pesos la boleta, para conseguir fondos para la pintura, y logramos sacar adelante la obra”.
Elvira, la tesorera, dice que no hay que olvidar que el único mobiliario que tiene el parque del pueblo, unas bancas de cemento rústico, fue obra de AMISA. “Aquí hemos hecho de todo por la comunidad y estamos tratando de hacer lo mismo por cada una de nosotras”, agrega.
“Nuestro enfoque es la parte productiva”, dicen todas casi en coro; sueñan con obtener recursos para proyectos productivos y mejorar la economía de sus hogares, pues en San Rafael, argumentan, el único oficio que hay es una precaria minería de arena y unos cultivos que están en declive por el clima y la falta de infraestructura. Pensando en eso, se capacitaron en Artesanía y Panadería, con el SENA y esperan abrir su propio negocio apenas logren conseguir un capital semilla.
En AMISA hay víctimas del conflicto armado, indígenas, campesinas, discapacitadas, LGBTI, madres cabeza de familia y una exguerrillera, que es Yiseth. Por eso decidieron llamarla incluyente, porque piensan darles espacio a todos, inclusive a los hombres.
“En esta comunidad existen casi 30 organizaciones, la mayoría de ellas conformadas por hombres, con poca participación de mujeres, y poco y nada lo que hacen por la comunidad”, dice Reinel Piñeres, parte del Colectivo Montes de María. Para él, “una de las razones por las que aquí no han funcionado las organizaciones es el conflicto, hay mucha desconfianza, porque eso fue lo que nos dejó la guerra”.
Neirys
Neirys tiene 39 años, es madre de tres hijos y víctima del conflicto armado. “No se lo voy a negar: Para mí, trabajar con alguien que perteneció a las Farc ha sido un poquito difícil, porque ellos asesinaron a mis hermanos”, dice. “Yo tenía 20 años, y tres meses de embarazo, cuando llegaron unos hombres fuertemente armados a mi casa. A mis hermanos, Luis Antonio y Félix, los amarraron, y le dijeron a mí mamá que los iban matar, que no opinara nada. Ese día, después de que los mataron, nos convertimos en desplazados.
“A Yiseth no le guardo rencor, porque ella ha demostrado arrepentimiento. Yo la recuerdo en la infancia, estudiamos juntas, hasta sexto, pero no salió en la foto de grado porque cuando la tomaron ella ya se la habían llevado para la guerrilla. Tenía 14 años”, recuerda.
“Aquí todos somos víctimas”, dice Neirys recordando una frase que le escuchó a su hermana, a la que le mataron un hijo: “No somos cobardes, hay que seguir luchando por los demás hijos que nos quedan, si no seguimos luchando quiere decir que nos dejamos vencer”. Ese parece ser el propósito de las mujeres de San Rafael.
Jorge Quintero
Oficial de Información Pública - Regional Valledupar
Misión de Verificación de la ONU en Colombia